Prohibido Escribir.

Me dijeron que no podía escribirte. Me pareció tonto de veras. ¿Cómo le piden a un escritor que no escriba? Es como si le cortaran las alas a un ave, como si se callara la voz de un protestante, como si me dejaran desnuda en medio de la calle con hambre e hipotermia. Me pidieron que no te escribiera, que guardara lo que siento en un baúl, que escondiera mis miedos y que usara el extintor de la calma para sofocar el fuego que me inunda las venas cuando cierro los ojos y te veo allí, tan mezquino y tan ágil, tan visceral e inconsciente. Me prohibieron escribirte como si fuera tan fácil, con toda la crueldad que implica, con el esfuerzo que tengo que hacer para ahogar los gritos de mis entrañas y bajarle la revolución a los fuegos artificiales que se me acumulan en los poros, desesperados por salir, por brillar en lo más alto del cielo. ¿Puedes creer que me pidieron no escribirte?, ¡Si es lo que mejor sé hacer! Reunir un montón de letras y darles un orden incoherente que solo tiene sentido en mi cabeza; agarrarme con fuerza de la probabilidad y alimentarme con cada instante que te tengo cerca, segundos perfectos en los que lo ajeno es propio y tus brazos son escudos cálidos que me protegen del terror que le tengo a tu ausencia y a tus manías dispersas. La vida se me pasó en un psicodélico flashback y no pude más que hundirme en tus manos y renunciar a la invasión de pesimismo que me acompaña día a día para morder tus labios en sincronía perfecta y adueñarme del encanto de tener tu rostro adherido al mío. Y así me encontré contigo y con la certeza de no poder escribirte, me lo prohibieron desde antes, desde que les hablé de ti, de tus ojos verde triste y tu manera de arrugar la nariz cuando sonríes. Y entonces me hablaste de ti, me contaste esas cosas que no le dices a nadie, me vestiste con palabras y me dibujaste tanta tontería de tu imaginación que se me empalagaron los oídos y se me estrujó el corazón. Y es que me gustas tanto así, tanto, tanto que no puedo contarlo, no puedo ponerlo sobre el papel porque es extraño; me gustas todo y con todo, desde la cicatriz de la quijada hasta los tornillos en las rodillas, desde la cortada en el pulgar hasta la marca en la ceja derecha – y mira que eres torpe – pero eso también me gusta. Lo siento tanto, me prohibieron escribirte, lo hicieron mis temores, mis amigos, mis enemigos, mis críticos, los aburridos eruditos que creen saberlo todo sobre mí, que me lleno de películas en la cabeza, que construyo ideales que no serán, que me paso la vida divagando sobre recuerdos bonitos que se desvanecen al otro día. Es verdad, así soy yo, la que compone desvaríos y te alucina. Y me muerdo las falanges para no correr a verte, para dejar que la vergüenza gane y para no caer en el absurdo de pensar en lo que viene. Me aguanto las ganas, me anudo la lengua y respiro como practicamos esa vez. Inhalo… exhalo… inhalo… y no te escribo más porque está prohibido, porque sé que estoy perdiendo el tiempo. Cierro los ojos y bajo los párpados te encuentro aunque no debo, una clásica traición del subconsciente. Un. Dos. Tres. El aire huele a ti. Y te respiro. Y te escribo.

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